Porque escribir es viento fugitivo y publicar, columna arrinconada. Blas de Otero

miércoles, 31 de diciembre de 2014

Madrid

Suena esta canción mientras bajo por el Paseo del Prado. Es una mañana gris de domingo aunque de vez en cuando sale el sol tímida y débilmente. Ni rastro de las eternas nubes castellanas. Llego a la Cuesta de Moyano. Hojeo algunos libros, entre ellos un volumen con la poesía completa de Gabriel Celaya en una formidable edición rústica. Pero exige un bolsillo igual de formidable. En las inmediaciones del Parque del Retiro realizo la foto de rigor a la estatua dedicada a Pío Baroja. Es el día de los santos inocentes, precisamente el mismo día que nació el autor de El árbol de la ciencia. Una chica de aspecto frágil con gorro y bufanda de lana parece felicitar al viejo. Es casi mediodía y llamo a L. Suena una voz afable y radiofónica. Nos veremos más tarde. Subo por Fuencarral y pienso en la tarde del día anterior. Cuando J me preguntó por L. Al cabo de unos minutos estoy sentado en la barra de un pequeño bar de la Plaza del Dos de Mayo. De fondo, un jazz plácido y absorbente. En Luchana me tomo una caña en el bar de siempre. Llegan J y luego C. Nos vamos a comer al restaurante de siempre. Cuando pido el café recuerdo que había quedado con L en el metro de Bilbao. Mientras espero pienso en L. L se une a J y C y tras tomarnos los cafés acabamos de nuevo en el bar de Luchana. Hablamos y hablamos con alguna copa por medio. De añoranzas pasadas y sueños futuros. J recibe una llamada de A y queda con ella en Sol. C se retira vencida por un catarro y nos despedimos. Si no conocéis a C, ahí van unos poemas suyos. Siempre le digo que debería escribir más. Nos dirigimos a Sol y L me pregunta por canciones de amor. Y yo añado algunas de desamor. Llegamos a Sol y allí está A. Sorteamos riadas humanas y nos metemos en un bar cerca de la Plaza Mayor. A L le resulto gracioso y distendido. Bebemos un buen vino, o al menos a mí me lo parece. Pero es tarde y hace frío. Primero me despido de J y A. Me preguntan cuándo volveré. Pero no lo sé. Quién sabe. Luego me despido de L en Sol. Subo por la Calle del Carmen y al llegar a la Gran Vía suena esta canción.

Pedro Luna Antúnez.

miércoles, 13 de agosto de 2014

¿Es posible un Podemos sindical?

Artículo publicado en Tercera Información.

Hace unos días algunos diarios digitales anunciaron a bombo y platillo la intención de Podemos de crear un nuevo sindicato. Escarbando un poco en las fuentes pude comprobar que la noticia no acababa de ajustarse a la realidad. La propuesta ni siquiera era de Pablo Iglesias como afirmaba la prensa sino de un círculo de sindicalistas de la formación. Y no se promovía literalmente la creación de un sindicato sino la construcción de un nuevo modelo sindical. La idea, lanzada en el foro virtual de la página web de Podemos, ha suscitado algunas reacciones en el ámbito sindical y político, la mayoría de ellas centrándose únicamente en el engañoso titular de los medios y quedándose, por lo tanto, en la superficie del asunto. Tanto desde el entorno de los sindicatos mayoritarios como de los minoritarios se ha rechazado la posibilidad de la creación de un nuevo sindicato. Nada se ha dicho sobre la necesidad de construir un nuevo modelo sindical. Y si ya era de esperar la reacción desde las atalayas de CCOO y UGT, curioso ha sido el resquemor de los sindicatos minoritarios frente a la posible incursión de Podemos en el sindicalismo.

La renovación del sindicalismo es una necesidad. Y tal renovación afecta no sólo a los sindicatos mayoritarios sino también a los minoritarios. A los mayoritarios porque sufren una continua pérdida de credibilidad ante la clase trabajadora y a los minoritarios porque a pesar del desprestigio de CCOO y UGT no han sido capaces de crecer y erigirse como referentes en los centros de trabajo. Es por ello que se equivocan los sindicatos minoritarios cuando ven la propuesta de los sindicalistas de Podemos como una amenaza a sus expectativas de crecimiento. Esa oportunidad ya la han desaprovechado, posiblemente por haber vivido cómodamente instalados en la crítica permanente hacia los sindicatos mayoritarios y por presentarse ante los trabajadores como un sindicalismo a la defensiva en aras de una supuesta pureza ideológica. Obviamente, éste es un análisis parcial y en cierto modo insuficiente. Porque los ejemplos del SAT en Andalucía o de la CGT en el sector de la sanidad pública en Cataluña muestran un sindicalismo a la ofensiva que ha sabido confluir el sindicalismo de clase con las nuevas formas de lucha.

En cualquier caso, y a la luz de la propuesta del círculo de sindicalista de Podemos, es conveniente hacerse unas preguntas. En especial, dos: ¿Es posible un Podemos sindical? ¿Es necesario un nuevo modelo sindical? Personalmente me interesa más la segunda pregunta pero no por ello obviaré la respuesta de la primera. De lo que se trata es de abrir un debate muy necesario que nos sitúe en el compromiso histórico de superar la crisis actual del sindicalismo para construir el sindicalismo del futuro, y para que la organización sindical siga siendo una herramienta eficaz en la defensa de los derechos e intereses de los trabajadores. Un debate que por supuesto no nace en Podemos y que va más allá pero que por azares de la actualidad política ha saltado a la palestra a raíz de la propuesta de uno de sus círculos. Admito desconocer los entresijos del debate entre los sindicalistas de Podemos. Ahora bien, como éste es un debate abierto que transciende de las organizaciones, creo que el cambio de aires que necesita el sindicalismo debería vincularse a una serie de premisas. Elementos que sintetizaré a continuación.

El dialogo social ha muerto.

El diálogo social, fruto de un contexto histórico y del consenso constitucional de 1978, ha pasado a mejor vida. Ya casi nadie lo pone en duda; y digo casi nadie porque CCOO y UGT parecen ser los únicos que siguen aferrándose a un pacto social que ha volado por los aires. La época de la concertación entre gobierno, patronal y sindicatos ya es historia porque los dos primeros ya no necesitan de los terceros, salvo para hacerse la foto días antes de movilizaciones como las marchas del 22 de marzo o las manifestaciones del 1º de mayo. Las reformas laborales del PSOE de 2010 y del PP de 2012 han postergado a la negociación colectiva en una vía muerta y han despojado a las organizaciones sindicales de su papel como interlocutores. Creer lo contrario sólo se explica desde el deseo de mantener intactas las estructuras sindicales frente al cambio de ciclo político que se avecina. Pero una vez más, CCOO y UGT se equivocan. El poder político y económico ya no los necesita y está dispuesto a aniquilar cualquier atisbo de organización sindical, ya sea de la tendencia que sea, ya sea más revolucionaria o más moderada.

En este sentido, las campañas antisindicales de los medios afines al régimen no sólo buscan socavar el apoyo social a los sindicatos mayoritarios. Buscan cargarse a las organizaciones sindicales como tal. A las mayoritarias y a las minoritarias. Es cierto que en ocasiones CCOO y UGT sirven en bandeja los ataques de la derecha y que son responsables de su propio desprestigio, pero ello no debería confundirnos a la hora de reconocer las verdaderas intenciones de un discurso que se aprovecha del descontento social hacia los sindicatos con el objetivo de cercenar el sindicalismo de clase e individualizar las relaciones laborales. En el ámbito institucional, la prueba más palpable de la deriva antisindical del régimen es la represión contra sindicalistas por ejercer el derecho a la huelga. La reciente encarcelación del activista Carlos Cano y la petición del gobierno y la fiscalía de condenas que suman 125 años para más de 300 sindicalistas ponen de manifiesto hasta qué punto se ha iniciado una caza de brujas contra el sindicalismo, un fenómeno por otra parte nada nuevo, si tenemos las continuas detenciones y encarcelamientos durante años de militantes del que, a día de hoy, sigue siendo el sindicato más represaliado de la Unión Europa: el SAT.

Hacia un sindicalismo de ruptura.

A nadie se le escapa que CCOO y UGT son parte del engranaje del régimen surgido tras la transición. Y lo siguen siendo aunque el régimen prescinda de ellos. Precisamente por ello, no queda otra salida que construir un nuevo modelo de sindicalismo conforme a los tiempos que corren. Los sindicatos han de romper los anclajes con el poder y con un régimen que tras casi cuarenta años de apariencia democrática se ha desprendido de su careta más amable. Si no lo hacen, quedarán superados por la Historia. Y lo harán otros. Porque los procesos y las confluencias sociales que se han puesto en marcha en diferentes municipios y barrios han de trasladarse al ámbito sindical, o por lo menos los sindicatos no pueden ser ajenos a la nueva realidad y al cambio que demanda una sociedad civil cada vez más concienciada con la necesidad de una ruptura democrática. No en vano, los sindicatos son en su esencia y origen organizaciones sociopolíticas. Así lo fue la CNT como sindicato revolucionario en los años 30 pero también la UGT del Pacto de San Sebastián (1930) que aspiraba a una huelga general de carácter insurreccional con la finalidad de meter a la Monarquía en “los archivos de la Historia”. Y lo fue CCOO durante la dictadura franquista: una palanca del cambio político y social.

Está claro que UGT ya no es la de 1930 y que CCOO poco tiene que ver con el sindicato que lideró la lucha antifranquista. Pero no podemos obviar a dos organizaciones que a pesar del descrédito y la pérdida de afiliación siguen superando entre ambas los dos millones de afiliados. Ése es el mayor patrimonio de CCOO y UGT, su afiliación, a la cual debemos sumar si queremos construir un modelo alternativo de sindicalismo que participe de los procesos sociales de ruptura. En paralelo, las afiliaciones de CCOO y UGT han de tomar conciencia de su potencial y convertirse en sujetos activos de presión hacia sus direcciones, como ya ha sucedido en algunos sectores organizados en mareas por la defensa de la sanidad y la educación públicas, donde las bases han pasado por encima de las jerarquías sindicales. Sería inconcebible un proceso de ruptura sin el sindicalismo de clase, de lo contrario éste andaría cojo al faltar una de las principales patas del movimiento obrero. Quizás no podamos albergar grandes esperanzas respecto a la actitud que tomen las direcciones sindicales, pero sí podemos esperar el empuje y la voluntad de cambio de sus millones de afiliados, ya sean dentro o fuera de sus sindicatos.

Por la democracia sindical.

Existe un antes y un después desde el surgimiento del movimiento 15M hace poco más de tres años. Ésa es una realidad irrefutable de la que ni los mismos partidos políticos han podido escapar. La huella del 15M en las nuevas dinámicas de hacer política es enorme y podríamos afirmar que ha cambiado nuestra manera de ver y sentir la propia política. Nos ha hecho más tolerantes y abiertos. Más respetuosos con los nuevos modelos de participación democrática y más proclives al consenso. Ha cambiado nuestra filosofía organizativa y nos ha igualado a todos desde abajo. Una de sus mayores contribuciones ha sido la de recuperar la democracia en la toma de decisiones, donde ninguna opinión es mejor o más respetable que otra. Diría incluso que el 15M nos ha ayudado a ser mejores personas.

Sin embargo, el 15M no ha llegado a los sindicatos. Las organizaciones sindicales siguen siendo estructuras organizativas cerradas y férreas, y no sólo me refiero a CCOO y UGT. A pesar del talante asambleario de algunos sindicatos alternativos, sus estructuras sindicales y sus órganos de dirección no difieren demasiado de cómo se organizan los sindicatos mayoritarios. Es habitual ver direcciones que se perpetuán durante dos o tres décadas al frente de secciones sindicales, federaciones y territorios. Cambiando de un cargo a otro. Alejados del contacto con la vida laboral y la clase trabajadora. Y eso pasa en los sindicatos mayoritarios y aunque sea en menor medida, también en los minoritarios. No quiere decir que no pase en los partidos políticos, pero la sensación generalizada es que la política ha sido más permeable a la influencia del 15M que el sindicalismo, no exenta de cierto marketing, pero más permeable al fin y al cabo. En cambio, los sindicatos parecen no haberse adaptado al lenguaje de los nuevos movimientos sociales, no con el objetivo de apropiarse del mismo sino con la pretensión de democratizar sus anquilosadas estructuras. Ésa debería ser una de las grandes prioridades a la hora de construir un nuevo modelo de sindicalismo. Porque nos guste más o menos la expresión, de igual manera que hay una casta política, la hay sindical.

El sindicalismo de los excluidos.

En 2006 Daniel Lacalle publicó un ensayo imprescindible para comprender la evolución de la clase trabajadora en los últimos treinta años: La clase obrera en España. Continuidades, transformaciones, cambios. Hace ocho años el autor ya nos alertaba de la dualidad y la elevada precariedad laboral; y de cómo éstas se habían constituido en las piedras angulares del mercado de trabajo español. Ello ha provocado que la clase obrera se haya fragmentado en pedazos y que ya no exista una clase homogénea con los mismos derechos y las mismas condiciones salariales y de trabajo. El mismo Daniel Lacalle, quien hace años fue miembro de la ejecutiva confederal de CCOO, ya avisaba a los sindicatos de no haberse adaptado a esa nueva realidad laboral y de su profundo desconocimiento hacia el cada vez mayor número de trabajadores precarios, compuesto en su mayoría por jóvenes, mujeres e inmigrantes. Esa brecha se ha agudizado en los últimos años, y la base social de los sindicatos sigue siendo, casi en exclusividad, el obrero clásico de origen fordista, por un lado, y el personal técnico y administrativo, por otro. Fuera quedan millones de precarios sin representación sindical ni derechos formales. Ellos son los excluidos del sindicalismo.

No podremos cimentar un nuevo modelo sindical si dejamos de lado a la gran masa de trabajadores en precario. Ése ha sido uno de los grandes errores de los sindicatos mayoritarios estos últimos años, bien por incapacidad o bien por conservadurismo. Pero lo cierto es que no se ha realizado un análisis correcto de esa evolución y lo que es peor, no se ha aprovechado para recomponer la conciencia y la solidaridad de clase entre el conjunto de los trabajadores asalariados. Y ésa es una realidad que hemos observado en las últimas huelgas generales, cuando millones de precarios no han podido ejercer su derecho a la huelga por la amenaza empresarial del despido o por no poder prescindir de un día de salario. La ceguera de las direcciones sindicales a las nuevas formas de explotación y de marginación laboral y social explica el posterior desprestigio de los sindicatos mayoritarios, los cuales han demostrado estar únicamente preocupados por el mantenimiento de los derechos y de las redes de clientelismo entre una capa determinada de trabajadores y afiliados, que por integrar en igualdad de derechos a la capa de millones de precarios. Pero una vez más, la realidad los superará y si no son los sindicatos mayoritarios, serán otros quienes integren en un nuevo sindicalismo a los excluidos.

Entre el sindicato y el partido.

Durante años defendí desde mi militancia política, congreso tras congreso, que el partido debía tener un único referente sindical. Estaba equivocado. Porque es un error, por no decir una barbaridad, obligar al conjunto de militantes de una organización política a que se afilien al mismo sindicato. La realidad sindical es mucho más compleja y es de ilusos pensar que cabe en una solo sigla. Y porque ésa es la manera de frustrar y lastrar un buen trabajo sindical que sin duda muchísimos compañeros y compañeras habrían desarrollado en mejores condiciones en otras organizaciones sindicales. Hoy en día defender tal posición sólo se entiende desde un punto de vista sentimental o en su caso más extremo, desde un profundo desconocimiento de la realidad sindical y laboral.

Creo que cada vez somos más quienes nos estamos desprendiendo de ese papanatismo de las siglas, tan poco práctico para la nueva realidad social, y que los partidos políticos, en especial desde la izquierda comunista, deberían hacer un ejercicio de reflexión colectiva con el fin de revisar la incidencia de sus militantes en el ámbito sindical. No podemos volver a cometer los mismos errores. Y sería un error por parte del círculo de sindicalistas de Podemos ligar la construcción de un nuevo modelo sindical a su formación política. Y viceversa. Por lo tanto, es tiempo de que la pluralidad y la diversidad sindicales nos ayuden a construir un mejor sindicalismo y que cada uno de nosotros trabaje sindicalmente, no donde le dicten sino donde mejor pueda contribuir a la defensa de los derechos de los trabajadores. Porque, no lo olvidemos, ésa es la finalidad. Y no engordar el número de cotizantes de un sindicato.

En conclusión

Considero que actualmente hay condiciones objetivas para empezar a construir un nuevo modelo sindical desde la base. Que ello se traduzca en un nuevo sindicato no debería obsesionarnos. Como tampoco debería obsesionarnos si finalmente no sucede. Las propuestas del círculo de sindicalistas de Podemos recogen el testigo de millones de trabajadores decepcionados con las prestaciones de los sindicatos de clase, especialmente de CCOO y UGT, pero vuelvo a repetir, no sólo de ellos. Por ello me atrevería a afirmar que las circunstancias son muy favorables para trabajar en esa dirección. Porque la voluntad de cambio no sólo se está derivando hacia los partidos políticos sino también, de manera cada vez más acuciante, hacia los sindicatos.

En las primeras líneas del artículo escribía que era más importante centrarse en una profunda renovación del modelo sindical que no tanto en la creación de un nuevo sindicato. Pero la última palabra la tiene la clase trabajadora. Y si esos millones de trabajadores, descontentos de sus actuales organizaciones, apuestan por un nuevo sindicato, ése será un proceso que tarde o temprano acabará dándose. Y con grandes posibilidades de éxito, por cierto. Lo digo una vez más, entre CCOO y UGT suman más de dos millones de afiliados. A ellos hay que sumarles los millones de precarios a los que el sindicalismo tradicional no ha sabido dar respuestas. De esos más de dos millones de afiliados a CCOO y UGT hay amplios sectores de afiliación críticos con sus direcciones pero que por razones ideológicas o de pragmatismo han preferido no engrosar las filas del anarcosindicalismo, del sindicalismo nacionalista o del sindicalismo corporativo. No han militado en otros sindicatos pero sí serían partidarios de la confluencia y del acuerdo sobre la base de la reivindicación y la movilización. Existe un gran hueco que llenar, producido por el descontento y por los millones de precarios a los que ni siquiera se les ha ofrecido la opción de organizarse en los sindicatos. En ellos está el futuro del sindicalismo.

Pedro Luna Antúnez.

lunes, 2 de junio de 2014

Balón de oxígeno

El proceso constituyente del régimen sigue su curso. No en vano, desde el inicio de esa trampa llamada crisis, los poderes fácticos del sistema no han hecho sino abonar el terreno para un cambio de modelo político y económico. Para una vuelta atrás que despojándose de los ropajes democráticos otorgue el poder absoluto a esa oligarquía sempiterna que lleva gobernando de manera inalterable desde hace siglos. En los dos últimos siglos de nuestra historia apenas hubo un paréntesis por la construcción de una democracia basada en los valores de la justicia social y la igualdad: la Segunda República.

La abdicación del rey que fue elegido a dedo por un dictador no es más que el lavado de cara de un régimen en crisis. El bipartidismo, la cultura de la transición y la propia monarquía viven sus horas más bajas; y la solución no es otra que reciclarse de nuevo, ya sea mediante una reformilla de la constitución o con una simple sucesión en el trono. La segunda restauración borbónica está en marcha, con el beneplácito de una socialdemocracia tocada del ala y la teatralización de los medios de masas. La abdicación es el balón de oxígeno que necesitaba el régimen.

En este contexto, el papel de la izquierda política está por ver. Pero se trata de no jugar con las cartas marcadas por el sistema ni con su tablero de juego. Decía Robespierre que “cuando la tiranía se derrumba procuremos no darle tiempo para que se levante”. Y si no se pilla la indirecta lo diré sin rodeos: es un error proponer la convocatoria de un referéndum para elegir entre monarquía y república. Lo es por una razón fundamental: porque estaríamos concediendo a la monarquía una legitimidad que como institución antidemocrática que es carece de ella. Una institución que se sustenta precisamente por la no elección de sus representantes y por la vulneración del principio democrático más elemental. No equiparemos a monarquía con república. Enviemos a la monarquía al basurero de la historia y construyamos la república.

Pedro Luna Antúnez.

martes, 1 de abril de 2014

La última democracia

Hoy hace 75 años finalizó oficialmente la guerra civil. Oficialmente según la propaganda de los vencedores. En realidad la República había expirado cuatro días antes cuando las tropas franquistas entraron en Madrid. Con la toma de la capital que sonreía con plomo en las entrañas habían caído las últimas esperanzas de la República. Cuenta Manuel Tagüeña en sus memorias cómo el coronel Casado dio la orden de rendición del ejército republicano de la zona centro el 28 de marzo, y que tras volar a Valencia, prometió que nadie sería perseguido “si no había cometido crímenes”. Era la segunda traición de Casado, quien con la aquiescencia de Julian Besteiro ya había dado un golpe de Estado el 6 de marzo contra el gobierno de Juan Negrín con un firme propósito: entregar la República al enemigo.

El 75 aniversario del fin de la Segunda República ha coincidido con los fastos del funeral de Estado dedicado a Adolfo Suárez. A la muerte del Duque de Suárez, no pocos han sido los que han destacado la importancia histórica del personaje, elevándolo a la categoría de prócer de la libertad y primer presidente de la democracia. Curiosas alabanzas para alguien que fue procurador de las cortes franquistas y ministro secretario general del movimiento. Pero es ahí donde quizás radique la naturaleza política de la transición; en el hecho de que la transición, que no la democracia, fue obra de las élites franquistas con el fin de adaptarse a un nuevo tiempo político. No en vano, fue el propio régimen franquista el que sentó las bases de la transición a partir de la Ley para la Reforma Política un año después de la muerte del dictador. Obviamente, no hubo un proceso de ruptura con la dictadura sino que se trató de una hábil y sibilina reforma de las estructuras del franquismo bajo el disfraz de la democracia. Y como a finales de marzo de 1939, la izquierda, bajo el síndrome de Casado, se aprestó a negociar con el enemigo. Como hace 75 años volvió a entregar la República.

Han pasado 75 años desde la caída de la República, y una vez desmoronado el mito de la transición, asistimos a una profunda regresión democrática al socaire de una vasta ofensiva por desmantelar los derechos fundamentales de la mayoría de la población. Y el enemigo vuelve a ser el mismo. Los mismos que tomaron Madrid hace 75 años y los herederos que propiciaron la segunda restauración borbónica hace 35. Hoy como hace 35 años vuelven a hacerlo, y lo hacen de nuevo en nombre de la democracia. En nombre de la democracia dejan sin hogar a familias, apalean a manifestantes y abocan a la pobreza a más de dos millones y medio de menores de edad. Y claro, en nombre de la democracia nos venderán la enésima reforma del régimen. Es decir, en nombre de la democracia nos venderán menos democracia.

Cabe esperar que la izquierda no recupere el “nadie sería perseguido si no ha cometido crímenes” del coronel Casado, ni acabe asumiendo que es posible reformar el régimen. De lo contrario volveremos a cometer las traiciones y los errores de antaño. Podremos ondear la tricolor el próximo 14 de abril pero no tendremos ni República ni democracia. Ambas las perdimos hace 75 años. Perdimos la que a día de hoy sigue siendo la última democracia.

Pedro Luna Antúnez.

domingo, 5 de enero de 2014

Decadencia y caída

Edward Gibbon fue un hombre de frágil salud. Ya desde niño sufrió numerosas dolencias y sólo los cuidados de su tía Catherine lograron aliviar una infancia enfermiza y dura tras la muerte de la madre de Edward cuando éste tenía sólo diez años. De adulto padeció una inflamación crónica muy molesta y embarazosa que le provocaba grandes secreciones del fluido testicular, enfermedad que a la postre causaría su muerte en 1794. Edward Gibbon llegó a escribir en sus memorias que “sólo podía recordar catorce días verdaderamente felices en mi vida”. Únicamente cuando alzaba la pluma para escribir en la soledad de su estudio se sentía realmente animado. Seguro de sí mismo. Y vaya si lo consiguió.

Edward Gibbon escribió entre 1772 y 1787 una de las obras cumbres de la historiografía y de la literatura moderna: Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano. Quince años que dedicó a la historia del Imperio Romano, desde su cenit en el siglo II d.C hasta la caída de Constantinopla en 1453 como último vestigio del mundo romano de Oriente. Catorce siglos contemplados en algo más de 5.000 páginas de erudición y elegante prosa. Un esfuerzo titánico que nos legó una obra descomunal. La Magnum opus de aquel acomodado pero enclenque caballero inglés del siglo XVIII que se refugió en la escritura como antídoto a una vida afortunada en lo material pero desdichada en lo vital.

Estos días de descanso navideño he disfrutado del enorme placer de leer una edición abreviada de Decadencia y caída. Puedo decir que leer a Edward Gibbon no sólo ha sido un deleite. Se ha convertido en algo casi obsesivo desde esas celebres y primeras líneas: “En el siglo II de la era cristiana, el Imperio de Roma comprendía la parte más hermosa de la Tierra y la porción más civilizada de la humanidad”. Son las palabras de un gentry, de alguien que escribió la historia desde la óptica de un noble. Pero al margen de prejuicios e ideologías, ya sabemos que hay dos tipos de literaturas; la buena y la mala. Edward Gibbon, claro está, pertenece a la primera.

Pedro Luna Antúnez.