Artículo original publicado en Realitat
A veces el curso de la vida nos lleva a tomar decisiones profundamente dolorosas, precisamente con la finalidad de no seguir infligiendo más dolor a las personas que amamos. Es ésa la determinación que llevó a Virginia Woolf a quitarse su propia vida un 28 de marzo de 1941. La historia es conocida: aquel se puso su abrigo, llenó los bolsillos de piedras y se lanzó al río Ouse, en el condado de Sussex, Inglaterra. Antes había dejado a su marido Leonard Woolf una emotiva carta en la que, por ejemplo, le decía “
no puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo” despidiéndose con unas conmovedoras líneas finales: “
No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que nosotros hemos sido.” Así se despedía una de las novelistas en lengua inglesa más influyentes de la primera mitad del siglo XX y alguien que fue considerada con el paso del tiempo como una de las pioneras del movimiento feminista.
Adeline Virginia Stephen había nacido 59 años antes y creció en Londres en plena época victoriana, en una sociedad dominada por la doble moral, el puritanismo religioso y un clasismo exacerbado. Era la cúspide del imperio británico y de la expansión definitiva de la industrialización. Es decir, la sociedad británica vivía entre el más extremo conservadurismo en las costumbres y el liberalismo en lo económico merced a un imperialismo saqueador de las materias primas de las colonias y que llegó a someter a una cuarta parte de la población mundial. Y en este ambiente tan asfixiante para una sensibilidad como Virginia Woolf, creció la autora de
Una habitación propia. Cabe añadir que Woolf se educó en el seno de una familia de la burguesía acomodada de Londres, y que disfrutó de todos los privilegios inherentes a su clase social. No obstante, Virginia Woolf ya padeció la primera de sus depresiones a una edad tan temprana como los trece años tras la muerte de su madre, que se agudizó dos años después con la muerte de su hermana Stella. Se iba gestando, así, el espíritu solitario y melancólico de la escritora, salpicado de crisis nerviosas, depresiones y trastornos de personalidad.
Decía William Faulkner que “
el escritor tiene un sueño, y ese sueño lo angustia tanto que debe liberarse de él” y que “
nada puede destruir al buen escritor, nada salvo la muerte”. Es decir, la escritura como tabla de salvación personal, como un antídoto a la desesperación y la muerte. Virginia Woolf posiblemente escribía para sobrevivir. Para aislarse de un mundo hostil y de una vida que a pesar de las comodidades en lo material, se había convertido en un suplicio en lo emocional. Así, y tras una nueva depresión con la muerte de su padre en 1905, la atormentada personalidad de Virginia Woolf ya se había sumergido en ese mar de contradicciones, penumbras y creatividad literaria que le acompañaría hasta el último de sus días. A partir nos dejaría su legado literario. Y ésa fue, sin duda, la historia más apasionante de la vida Virginia Woolf.
Virginia Woolf escribió y vivió su vida con la mayor de las pasiones. Con treinta años se casó con el también escritor Leonard Woolf, con quien iniciaría una relación sentimental basada en la confianza y el amor más sincero y completo, pero un lazo que descartaba la exclusividad y la posesión, y con esa misma libertad Woolf encontró en la escritora Vita Sackville-West el otro gran amor de su vida y a quién dedicó la obra
Orlando (1928), considerada como una de las cartas de amor más larga y encantadora de la historia de la literatura.
Numerosas fueron las obras de Virginia Woolf reconocidas posteriormente por la crítica literaria: las novelas
La señora Dalloway (1925),
Al faro (1927)
Las olas (1929) o el ensayo
Una habitación propia (1929), obra ésta última sobre la posición de la mujer en la sociedad y la cultura de su tiempo, y en la que dejó a modo de sentencia que “
una mujer debe tener dinero y una habitación propia si desea escribir ficción”. Pero quizás sean sus diarios personales, que empezó a escribir con treinta y dos años cuando era una desconocida a nivel literario, donde la autora volcó toda su alma y personalidad. En 1923 escribió: “
Me interesaría mucho que este diario llegara a convertirse en un diario de verdad. Pero para eso haría falta que yo hablara del alma, y ¿no me prohibí hablar del alma cuando lo empecé? Lo que sucede es que, como siempre, cuando me dispongo a escribir sobre el alma la vida de interpone.”
Virginia Woolf traspasó los márgenes más academicistas de la historia literaria para convertirse en icono de la cultura popular. La famosa obra de teatro
¿Quién teme a Virginia Woolf? de Edward Albee y su posterior película hicieron que el gran público se preguntará aquello de
¿Quién teme vivir la vida sin falsas ilusiones? Pero en mi recuerdo, mencionaré una canción de The Smiths titulada
Shakespeare's sister, en la que el grupo de Morrissey hacía referencia a La habitación propia, ensayo en el que Woolf afirmaba que si Shakespeare hubiera tenido una hermana con su mismo talento, como mujer no habría tenido las mismas oportunidades y reconocimientos que su hermano, y que ello le habría llevado al suicidio.
Virginia Woolf dijo que “
la vida era un sueño, y el despertar era lo que nos mataba”. Aquel aciago día del 28 de marzo de 1941, Woolf decidió despertarse del sueño arrojándose al río. Pero nos queda recordar a Virginia Woolf como se merece: como una mujer que vivió con pasión de mujer la vida y que escribió una de las páginas más sobrecogedoras de la historia de la literatura.
Pedro Luna Antúnez.