Recuerdo la primera vez que escuché hablar a alguien en catalán. Corría el año 1981 y yo estudiaba 3º de EGB en un colegio público de Hospitalet de Llobregat. El primer día del curso se presentó una joven maestra con unas gafas enormes de cristal redondo y empezó a dar la clase en catalán. Yo tenía ocho años y hasta entonces nadie me había hablado en catalán. Aquel día apenas pude seguir el hilo de la clase. Sin embargo, a las pocas semanas ya llamaba “senyoreta” a la maestra. No fui el único en aprender catalán en la escuela. Para millones de catalanes como yo, cuya lengua materna es el castellano, la escuela fue el vínculo gracias al cual aprendimos la lengua del poeta Martí i Pol. Los idiomas se pueden aprender en la escuela y en la calle. No fue mi caso. Yo, que crecí en un barrio castellanohablante, sólo tuve la escuela. Es posible que me deje llevar por la nostalgia hacia ese mundo de realismo mágico que es la infancia. Pero 31 años después sólo tengo palabras de agradecimiento hacia la escuela de mi infancia y hacia la “senyoreta” de las gafas grandes a quien jamás olvidaré.
No me interesan conceptos como la soberanía o la identidad nacional. Sí me interesa el entorno en el que vivo. La identidad me la dio el barrio en el que crecí y el pueblo de Córdoba del que proceden mis padres. Es la misma identidad que pueda sentir alguien que se haya criado en Vallecas y cuyos padres emigraron desde Extremadura al Madrid de los años 60. No es un sentimiento identitario en lo nacional sino en lo social. Son las clases sociales. Tan ignoradas como desconocidas por nuestros políticos, incluyendo a algunos que dicen ser de izquierdas. Quizás la ocurrencia de Paco Vázquez, alcalde socialista de La Coruña entre 1983 y 2006, de comparar la inmersión lingüística en Cataluña con la Alemania Nazi pueda quedar en un mero traspiés dialéctico debido al desconocimiento de una realidad social determinada. Uno más de esos apoltronados que tenemos por dirigentes. Pero cuando se afirma que “no hay diferencia entre un judío perseguido por los nazis y un niño catalán castigado por hablar español” se está evidenciando una indecencia moral y una indigencia intelectual difícilmente asumibles.
En Paseos con mi madre, Javier Pérez Andújar escribía que “antes de sentirse de ningún país, patria o nación, pertenece a la internacional de los bloques”. Un sentimiento similar sentirá David Reboredo, un extoxicómano gallego a quien el gobierno ha denegado dos veces el indulto pese a estar plenamente rehabilitado. David creció en el barrio obrero de El Calvario, en Vigo. Cayó en las drogas en la década de los ochenta como otros tantos jóvenes de su generación. Hace trece años emprendió un programa de desintoxicación pero entre 2006 y 2009 cometió algún que otro pequeño delito relacionado con el consumo de drogas; le incautaron medio gramo de heroína y fue condenado a siete años de prisión. Su caso contrasta con la facilidad que han exhibido los gobiernos del PSOE y del PP para indultar a estafadores y corruptos de guante blanco. La estadística habla por sí sola: en España se han concedido desde 2000 un total de 226 indultos por delitos contra la administración pública. A modo de ejemplo, 25 indultos fueron por casos de prevaricación, 107 por malversación de fondos públicos y 16 por cohecho. A David le engancharon con una papelina. No es una cuestión de justicia sino de ricos y pobres.
“Crecimos en el gueto del fin de la historia” escribe Silvia Nanclares, joven escritora de Moratalaz, en El Sur: Instrucciones de uso. Moratalaz es un distrito de Madrid delimitado por un enjambre de autopistas; la M-30 al oeste, la M-40 al este, la A-3 al sur y la M-23 al norte. Las “ciudades dormitorio” son nuestra identidad. Esa identidad que tan bien describe Silvia Nanclares: Hablo de buzones idénticos con Gómez-García, González-Crespo, Jiménez-Blanco, de tardes completas sentados en un bordillo, de motos robadas, de chabolas en badenes, de casas prefabricadas donadas a gitanos, de vías muertas y charcos gigantes que, como partículas de carbono 14, desmentían el placebo de la Ahistoria para decirnos al oído: "Pues no, niños, lo que veis ahora no siempre fue así". Hospitalet, El Calvario y Moratalaz son para algunos el fin del mundo. Nuestros políticos, jueces o periodistas no crecieron en esos barrios y ciudades, ni los conocen ni se esfuerzan lo más mínimo por echar un vistazo y recorrer sus calles. Supongo que es más cómodo observar el mundo desde una torre de marfil.
Pedro Luna Antúnez.
Sin remedio
Hace 3 meses