Artículo publicado en Tercera Información.
Leopoldo de Gregorio, más conocido como el Marqués de Esquilache, llegó a España en 1759 con el propósito de modernizar la villa y corte de Madrid. Carlos III le había encargado el empeño de situar a Madrid a la altura de las grandes capitales europeas. Ciudades como París, Roma o Viena poseían grandes avenidas, estaban bien iluminadas y en las últimas décadas se habían adaptado a los parámetros urbanísticos del siglo de las luces. Por aquel entonces Madrid era una ciudad de callejuelas oscuras e inseguras que carecían de empedrado y de farolas. Madrid se había quedado anclado en la austeridad de las formas y en una estética más propia del siglo XVI que del siglo ilustrado. Las primeras medidas de Esquilache consistieron en ampliar la red de alcantarillado, empedrar las calles e instalar cerca de 4000 farolas en toda la capital. Sin embargo, las acciones no solo se limitaron a la mejora de las infraestructuras de Madrid sino que afectaron de pleno a las costumbres y a la vida cotidiana de los madrileños. Por ejemplo, se prohibió jugar a las cartas en las tabernas y portar armas de fuego.
Pero fue por el decreto del 11 de marzo de 1766 por el que Esquilache pasó a la historia y a nuestra memoria colectiva. Ese día se colgaron de las paredes de Madrid bandos que prohibían el uso de la capa larga y el sombrero de ala ancha. Los bandos fueron arrancados al instante por un pueblo indignado contra el ministro italiano de Carlos III. Pocos días después dos madrileños protagonizaron nuestra historia al pasearse desafiantes frente al cuartel de la
plazuela de Antón Martín. Ambos vestían capa larga y lucían sendos chambergos. Uno de los alguaciles del cuartel se dirigió a uno de ellos para que obedeciera la ley: “paisano, ¿por qué no observa usted lo mandado y no amputa ese sombrero?”. La respuesta al unísono de los dos madrileños fue: “no nos da la gana”. A partir de ese momento se generalizó el motín del pueblo contra Esquilache y las crónicas nos cuentan que miles de madrileños se echaron a la calle y que la guardia valona del Rey causó numerosas muertes entre los amotinados hasta que Carlos III accedió a las peticiones de los sublevados.
El desacato a la autoridad es uno de los rasgos del pueblo español. La rebelión de los comuneros, el levantamiento del 2 de mayo o el bandolerismo andaluz pusieron en jaque a las estructuras políticas del momento y a imperios hasta la fecha invencibles como el napoleónico. No se trata de idealizar ciertos capítulos históricos por el simple hecho de contener una impronta popular. No en vano se puede hallar un componente reaccionario en rebeliones como la del motín de Esquilache e incluso en la del 2 de mayo. La historia oficial nos describe como el motín de 1766 fue atizado por la Iglesia y por la vieja aristocracia que vieron peligrar sus privilegios con la llegada de ministros italianos a la corte de Carlos III. Es posible que fuera así del mismo modo que no podemos ignorar el carácter social de cualquier levantamiento popular al margen de los intereses que hagan encender la mecha. En el motín de Esquilache el pueblo de Madrid no solo se lanzó a la calle para poder jugar a las cartas en las tabernas o para vestir sus oscuras capas largas con orgullo castizo. Se echaron a la calle por hambre y porque vivían en la miseria. El incremento de los precios de alimentos básicos como el pan o el aceite de oliva y la elevada presión fiscal habían abierto una profunda brecha de desigualdad social en un país pobre de solemnidad. Por encima del acervo cultural y de la psique nacional los pueblos se mueven por necesidad.
Decía Marx que el “ser social determina la conciencia”. O lo que es lo mismo: las revoluciones no las hacen la gente feliz con la despensa llena. Pues bien, en los tiempos actuales cada vez son más los que carecen de una despensa llena y en algunos casos de un hogar en el que vivir. La ofensiva contra los derechos de los trabajadores y el proceso de desmontaje del Estado del bienestar mediante una oleada permanente de recortes sociales han sentado las bases de cómo serán las relaciones sociales y laborales del futuro. O de cómo los gobiernos y las élites económicas han diseñado que sean. Porque si bien ellos operan y aprueban leyes o reformas constitucionales desde una supuesta legalidad no es menos cierto que la falta de legitimidad provoca que millones de ciudadanos no se sientan representados ni identificados con una democracia que cojea y se tambalea por seguir ciegamente el paso impecable de los mercados financieros. Legalidad y legitimidad no acostumbran a ir de la mano. Esa es una importante tara del sistema actual que allana el camino hacia la desobediencia civil.
No nos han dejado otra alternativa. Es preciso volver a pasearnos por delante de los cuarteles y entonar un “no nos da la gana” colectivo. Ya no valen los consensos constitucionales del pasado ni son posibles los grandes acuerdos globales en materia laboral y social porque, entre otras cosas, ya no son necesarios para justificar el barrido de nuestros derechos. Se podría decir que el sistema se ha desprendido de la careta democrática. Bajo el eufemismo de los “gobiernos técnicos” se han saltado las formas que con tanto celo y esmero guardaron durante años. Frente a la imposición de unos pocos solo nos queda recuperar y alentar el espíritu de desobediencia de los muchos ciudadanos que no están dispuestos a someterse, de los que tienen vacía la despensa y de los que la tienen llena. Porque a mí tampoco me da la gana. No es una cuestión romántica sino de supervivencia.
Pedro Luna Antúnez.