“Lo tienes clarinete” le dije a Inma sin pestañear. Ella se quedó pasmada y algo desconcertada, como si fuese la primera vez que alguien le llevaba la contraria. Pero a los pocos segundos se puso brava: “¿Es que no quieres follar conmigo?”, me preguntó. En ese instante hubiera preferido detener el tiempo y pensar con calma mi respuesta. La verdad es que la chica era un bellezón y de buena gana me la hubiera llevado al catre pero algo me decía que no era trigo limpio. Bueno, a decir verdad, eso ya lo sabía yo. Así que miré fijamente a esos ojazos negros y le contesté de manera lacónica: “No puede ser, el amor nos desgarrará”. Lejos de amilanarse, ella respondió con toda su artillería pesada: “¿Pero a ti qué coño te pasa, estás alelado o qué?”.
Conocí a Inma gracias a Jorge, un amigo de la facultad de historia. Nos presentó el verano pasado en un bar de Gracia durante las fiestas del barrio. Yo no suelo ir de jarana pero esa noche no tenía gran cosa que hacer y mi amigo insistió en vernos. Cuando llegué me encontré a Jorge acompañado de una morenaza. Enseguida comprendí que mi amigo quería fardar de pibón. Hablamos y bebimos sin tregua. Inma, que no paraba de darle al pico, se bebió hasta el agua de los geranios. Al cuarto o quinto gin tonic ya tropezaba con los bordillos de la plaza del Sol. Tuvo que ir varias veces al servicio. Aprovechando una de las ausencias de Inma, Jorge me miró extasiado y haciendo aspavientos con los brazos exclamó: “!Menuda chati, Pedro, es una Diosa!”.
La Diosa dio calabazas a mi amigo al cabo de unos meses. Lo último que Jorge supo de ella es que estaba viviendo con un artista polifacético del Raval. Jorge no lo pasó muy bien. Se refugió en sí mismo y volvió a ser el veinteañero indolente que conocí en la universidad pero con quince años más. ¿Todo por una mujer? No, exactamente. Poco después de recibir el puntapié de Inma su empresa presentó un expediente de regulación de empleo y se quedó en el paro. Compuesto y sin novia, Jorge se hizo un tatuaje en el hombro derecho de un símbolo tribal de la isla de Pascua y se fue de picos pardos a Ibiza. En apenas tres meses ya se había pulido la indemnización del despido. En fin, lo habitual en los tiempos que corren.
Hace un par de semanas recibí una llamada inesperada. Al instante reconocí la altiva voz de Inma. Me dijo que volvía de pasar unos días en Berlín y que no le importaría tomar unas cañas conmigo. Yo tenía mis reservas pero acepté la cita por matar la curiosidad. Quedamos en el Mirinda a última hora de la tarde. Ella llegó con veinte minutos de retraso y con toda la chulería del mundo. Al preguntarle cómo había conseguido mi número la muy ladina me soltó: “Un día trasteando en el móvil de Jorge le pillé al vuelo varios números, uno de ellos el tuyo”. Acto seguido, Inma empezó a cruzar las piernas en un vaivén erótico festivo que me tuvo engatusado un buen tiempo. Quise hablar de Jorge pero ella me cortó en seco. “Olvídate de tu amigo” dijo esbozando una sonrisa felina. Y siguió cruzando las piernas.
Mi café se enfrió y la cita se fue al garete. Inma dejó de cruzar sus esbeltas piernas. “Eres un infeliz que se deja guiar por estúpidos códigos de amistad” expresó a modo de sentencia final. Antes de marcharse, me hizo una pregunta: “¿Por cierto, qué querías decir con esa chorrada del amor nos desgarrará?”. “No te preocupes, es sólo una canción” respondí.
Conocí a Inma gracias a Jorge, un amigo de la facultad de historia. Nos presentó el verano pasado en un bar de Gracia durante las fiestas del barrio. Yo no suelo ir de jarana pero esa noche no tenía gran cosa que hacer y mi amigo insistió en vernos. Cuando llegué me encontré a Jorge acompañado de una morenaza. Enseguida comprendí que mi amigo quería fardar de pibón. Hablamos y bebimos sin tregua. Inma, que no paraba de darle al pico, se bebió hasta el agua de los geranios. Al cuarto o quinto gin tonic ya tropezaba con los bordillos de la plaza del Sol. Tuvo que ir varias veces al servicio. Aprovechando una de las ausencias de Inma, Jorge me miró extasiado y haciendo aspavientos con los brazos exclamó: “!Menuda chati, Pedro, es una Diosa!”.
La Diosa dio calabazas a mi amigo al cabo de unos meses. Lo último que Jorge supo de ella es que estaba viviendo con un artista polifacético del Raval. Jorge no lo pasó muy bien. Se refugió en sí mismo y volvió a ser el veinteañero indolente que conocí en la universidad pero con quince años más. ¿Todo por una mujer? No, exactamente. Poco después de recibir el puntapié de Inma su empresa presentó un expediente de regulación de empleo y se quedó en el paro. Compuesto y sin novia, Jorge se hizo un tatuaje en el hombro derecho de un símbolo tribal de la isla de Pascua y se fue de picos pardos a Ibiza. En apenas tres meses ya se había pulido la indemnización del despido. En fin, lo habitual en los tiempos que corren.
Hace un par de semanas recibí una llamada inesperada. Al instante reconocí la altiva voz de Inma. Me dijo que volvía de pasar unos días en Berlín y que no le importaría tomar unas cañas conmigo. Yo tenía mis reservas pero acepté la cita por matar la curiosidad. Quedamos en el Mirinda a última hora de la tarde. Ella llegó con veinte minutos de retraso y con toda la chulería del mundo. Al preguntarle cómo había conseguido mi número la muy ladina me soltó: “Un día trasteando en el móvil de Jorge le pillé al vuelo varios números, uno de ellos el tuyo”. Acto seguido, Inma empezó a cruzar las piernas en un vaivén erótico festivo que me tuvo engatusado un buen tiempo. Quise hablar de Jorge pero ella me cortó en seco. “Olvídate de tu amigo” dijo esbozando una sonrisa felina. Y siguió cruzando las piernas.
Mi café se enfrió y la cita se fue al garete. Inma dejó de cruzar sus esbeltas piernas. “Eres un infeliz que se deja guiar por estúpidos códigos de amistad” expresó a modo de sentencia final. Antes de marcharse, me hizo una pregunta: “¿Por cierto, qué querías decir con esa chorrada del amor nos desgarrará?”. “No te preocupes, es sólo una canción” respondí.
Pedro Luna Antúnez.