El proceso constituyente del régimen sigue su curso. No en vano, desde el inicio de esa trampa llamada crisis, los poderes fácticos del sistema no han hecho sino abonar el terreno para un cambio de modelo político y económico. Para una vuelta atrás que despojándose de los ropajes democráticos otorgue el poder absoluto a esa oligarquía sempiterna que lleva gobernando de manera inalterable desde hace siglos. En los dos últimos siglos de nuestra historia apenas hubo un paréntesis por la construcción de una democracia basada en los valores de la justicia social y la igualdad: la Segunda República.
La abdicación del rey que fue elegido a dedo por un dictador no es más que el lavado de cara de un régimen en crisis. El bipartidismo, la cultura de la transición y la propia monarquía viven sus horas más bajas; y la solución no es otra que reciclarse de nuevo, ya sea mediante una reformilla de la constitución o con una simple sucesión en el trono. La segunda restauración borbónica está en marcha, con el beneplácito de una socialdemocracia tocada del ala y la teatralización de los medios de masas. La abdicación es el balón de oxígeno que necesitaba el régimen.
En este contexto, el papel de la izquierda política está por ver. Pero se trata de no jugar con las cartas marcadas por el sistema ni con su tablero de juego. Decía Robespierre que “cuando la tiranía se derrumba procuremos no darle tiempo para que se levante”. Y si no se pilla la indirecta lo diré sin rodeos: es un error proponer la convocatoria de un referéndum para elegir entre monarquía y república. Lo es por una razón fundamental: porque estaríamos concediendo a la monarquía una legitimidad que como institución antidemocrática que es carece de ella. Una institución que se sustenta precisamente por la no elección de sus representantes y por la vulneración del principio democrático más elemental. No equiparemos a monarquía con república. Enviemos a la monarquía al basurero de la historia y construyamos la república.
Pedro Luna Antúnez.
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